Publicado en El Universal, 22 de junio de 2010
Los contenedores con alimentos, vencidos o descompuestos, son apenas la punta del iceberg del socialismo del siglo XXI. Una réplica de lo ocurrido en el pasado en muchos países donde, en forma parcial o total, el aparato gubernamental suplanta, con sus monopolios, las actividades del sector privado erosionando los derechos de propiedad, perpetuando la pobreza y nutriéndose de ella. Basta de declaraciones individuales y aisladas en la prensa, radio y televisión sobre eventos particulares.
Los ciudadanos ven los resultados y las encuestas lo reflejan: (1) elevadísima inflación derivada de la baja producción nacional consecuencia de los atentados contra la propiedad privada; (2) episodios de desabastecimiento por la fractura de las cadenas productivas, el control de precios y divisas, así como la pesada administración de permisos de importación; (3) crecimiento inusitado de la importación de alimentos y construcción de un sistema agroalimentario paralelo plagado de oportunistas y empresarios improvisados; (4) costosa e incompetente trama burocrática, para ejercer control y sustituir al sector privado; (5) perturbación de las relaciones laborales con sindicatos paralelos para destruir los sindicatos disidentes y luego tomar posesión de las empresas afectadas y (6) una campaña destinada a destruir la imagen y la estructura de las principales empresas privadas.
Mientras el gobierno aniquila todo lo preexistente para construir el socialismo, los líderes de la oposición guardan silencio ocupados en prepararse para las elecciones de septiembre, o lo hacen por el temor de ser acusados de defensores de los “burgueses ricos”. Esa actitud pusilánime genera precisamente lo que el gobierno desea, es decir la desmoralización de quienes, opuestos al gobierno, demandan un liderazgo fuerte y claro en sus objetivos. Millones de personas esperan más de la Mesa Democrática, demandan posiciones firmes ante los ataques a Polar, a Globovisión y sus ejecutivos, ante el cierre de las casas de bolsa, las expropiaciones y confiscaciones o el empleo de tribunales para silenciar voces disidentes; millones exigen posiciones nítidas frente a la irresponsabilidad y la corrupción, la ingerencia de otros países en nuestros asuntos y el deterioro de los sistemas de salud y educación. Todos entendemos que la oposición es plural, que en la Mesa Democrática existe una mezcla de ideologías diversas y que es difícil preservar la unidad. Pero llegó el momento de la verdad, llegó el tiempo de hablar y actuar para salvar al país de la debacle. Así como el presidente rechaza y condena a quienes no le obedecen ciegamente, la dirigencia opositora debe adoptar, sin ambages, una clara posición ideológica en defensa de la libertad, la democracia, la propiedad y los demás derechos humanos. Para los disidentes de ambos bandos, los que aspiran a un socialismo no militarista, ya se abrió un espacio para la actuación política.
Carlos Machado Allison cubre temas relacionados a políticas agroalimentarias, ciencia y tecnología con énfasis en Venezuela, artículos de opinión publicados en diarios y publicaciones o estadísticas analizadas por el autor
martes, 22 de junio de 2010
martes, 8 de junio de 2010
Poder para destruir
Publicado en El Universal, 8 de junio de 2010
El 18 de noviembre de 1978 ocurrió el suicidio colectivo de Jim Jones y más de novecientos seguidores en Guyana. Él se creía y así lo proclamaba, una reencarnación de Jesucristo, Buda y Lenin. Al ejecutar la masacre clamó: “esto no es un suicidio, es un acto revolucionario” y así desapareció Jonestown, el Templo del Pueblo y todos los bienes que Jim le había quitado a sus seguidores.
Desde los tiempos de Juan Vicente Gómez ningún gobierno ha tenido tanto poder como el actual, pero en aquellos tiempos Venezuela era casi una hacienda. Un pobre país palúdico, chagásico y malnutrido. Gómez no contaba con la montaña de dólares que ha ingresado al país, ni con la infraestructura creada durante la IV República o con los recursos humanos formados a muy buen nivel por las universidades autónomas y las privadas. Gómez, López Contreras, Medina y Pérez Jiménez, también militares, más no fanáticos, dejaron algo para el recuerdo: los ministerios de agricultura y de salud, las carreteras, la modernización de ciudades, los primeros museos, la Ciudad Universitaria. Con ellos creció el comercio, se inició la industrialización del país y de una limitada cultura rural, nos acercamos un poco al resto del mundo.
Hubo represión, cárcel y exilio, pero a ninguno se le ocurrió echar abajo los edificios que construyó Guzmán Blanco, destruir las empresas productivas y o regalarle dinero o petróleo a otros países. Hubo corrupción, una constante en nuestra historia, pero algo iban dejando para la siguiente generación. Con excepción de la guerra federal, a ninguno de los sátrapas de los siglos XIX y XX, se le ocurrió fracturar al país en dos, explotar las frustraciones, estimular las rencillas y sembrar tanto odio como el que estamos viendo en nuestros días. Cierto que más de una vez cerraron alguna universidad o varias veces a la misma, porque a no pocos gobernantes, les enfermaba la existencia del talento y la libertad para ejercerlo. Las cerraban por un tiempo, pero no las destruían. Sólo frustración y odio, hermanados con ignorancia y fanatismo de secta, puede explicar que antiguos alumnos y profesores, investidos como ministros, hagan un esfuerzo tan grande para destruir todo lo que huela a calidad y civilismo.
Ningún gobierno trató de liquidar empresas, iglesia, opositores, sindicatos, medios de comunicación social, artistas, gremios, universidades y estudiantes al mismo tiempo. Tampoco recordamos la enemistad con tantos países o que hayan tenido como objetivo la destrucción de la nación y sus instituciones, se conformaban con el trono temporal y hasta rectificaban cuando cometían errores graves. El poder de actual gobierno es tan grande que rectificar le sería fácil, pero como ese poder ha sido construido sobre una ideología, sobre un credo fanático, algunos quizás prefieran terminar como Jim Jones, antes de cambiar. Pero la mayoría de los venezolanos, y hasta algunos ministros, lejos de ser fanáticos, o suicidas, prefieren el culto a “Viva la Pepa”.
El 18 de noviembre de 1978 ocurrió el suicidio colectivo de Jim Jones y más de novecientos seguidores en Guyana. Él se creía y así lo proclamaba, una reencarnación de Jesucristo, Buda y Lenin. Al ejecutar la masacre clamó: “esto no es un suicidio, es un acto revolucionario” y así desapareció Jonestown, el Templo del Pueblo y todos los bienes que Jim le había quitado a sus seguidores.
Desde los tiempos de Juan Vicente Gómez ningún gobierno ha tenido tanto poder como el actual, pero en aquellos tiempos Venezuela era casi una hacienda. Un pobre país palúdico, chagásico y malnutrido. Gómez no contaba con la montaña de dólares que ha ingresado al país, ni con la infraestructura creada durante la IV República o con los recursos humanos formados a muy buen nivel por las universidades autónomas y las privadas. Gómez, López Contreras, Medina y Pérez Jiménez, también militares, más no fanáticos, dejaron algo para el recuerdo: los ministerios de agricultura y de salud, las carreteras, la modernización de ciudades, los primeros museos, la Ciudad Universitaria. Con ellos creció el comercio, se inició la industrialización del país y de una limitada cultura rural, nos acercamos un poco al resto del mundo.
Hubo represión, cárcel y exilio, pero a ninguno se le ocurrió echar abajo los edificios que construyó Guzmán Blanco, destruir las empresas productivas y o regalarle dinero o petróleo a otros países. Hubo corrupción, una constante en nuestra historia, pero algo iban dejando para la siguiente generación. Con excepción de la guerra federal, a ninguno de los sátrapas de los siglos XIX y XX, se le ocurrió fracturar al país en dos, explotar las frustraciones, estimular las rencillas y sembrar tanto odio como el que estamos viendo en nuestros días. Cierto que más de una vez cerraron alguna universidad o varias veces a la misma, porque a no pocos gobernantes, les enfermaba la existencia del talento y la libertad para ejercerlo. Las cerraban por un tiempo, pero no las destruían. Sólo frustración y odio, hermanados con ignorancia y fanatismo de secta, puede explicar que antiguos alumnos y profesores, investidos como ministros, hagan un esfuerzo tan grande para destruir todo lo que huela a calidad y civilismo.
Ningún gobierno trató de liquidar empresas, iglesia, opositores, sindicatos, medios de comunicación social, artistas, gremios, universidades y estudiantes al mismo tiempo. Tampoco recordamos la enemistad con tantos países o que hayan tenido como objetivo la destrucción de la nación y sus instituciones, se conformaban con el trono temporal y hasta rectificaban cuando cometían errores graves. El poder de actual gobierno es tan grande que rectificar le sería fácil, pero como ese poder ha sido construido sobre una ideología, sobre un credo fanático, algunos quizás prefieran terminar como Jim Jones, antes de cambiar. Pero la mayoría de los venezolanos, y hasta algunos ministros, lejos de ser fanáticos, o suicidas, prefieren el culto a “Viva la Pepa”.
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